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miércoles, junio 28, 2006
Frente a la enfermedad. Por Martín Amaral
Vuelo libre
Martín Amaral
Frente a la enfermedad
El espejo que soy me deshabita
y al horror del ser al no ser
me precipita
Octavio Paz
Ante una enfermedad cualquiera, cuya manifestación puede ser una simple úlcera, una exacerbación de los sentidos o una dramática disminución de capacidades, de lo primero que se toma conciencia es de la verdad de la máxima sartreana de que no se posee o se tiene un cuerpo, sino de que uno es un cuerpo.
Ante el dolor o la enfermedad la normalidad se quiebra. El filósofo rumano, el descreído Emile M. Cioran escribe que la enfermedad es un acto de rebelión de los órganos, una subversión que, aparecida en la periferia o en los centros de mando del organismo, se niega a seguir la marcha general del sistema y se plantea su colapso.
Entonces sucede que la actitud ante el cuerpo se trastoca. No es más el recipiente que nos ha sido dado, un percance accidental, una jugarreta genética, el ejecutor de nuestros deseos, sino que se asume, dependiendo del grado e intensidad de la enfermedad, como la exclusiva forma de vivir y que hay que conservar: mediante ese temporal amasijo de órganos, músculos y huesos es la única manera en la manera en que el ser se materializa.
En la enfermedad la contingencia aparece y la alarma general cunde. Lo mismo ante un simple virus temporal, una dispepsia, o la más temible enfermedad degenerativa, la alerta se impone.
Mecanismos de defensa natural se disparan, los leucocitos se atarean, las glándulas procesan artificios para salvaguardar el orden y la vida se enzarza en una delirio por la mantenerse y por salvarse.
Eso sucede allá adentro, mientras el sujeto cognoscente hace lo suyo: acude a la ciencia médica en busca de respuestas, se somete a cualquier ultraje con tal de saber primero qué es lo que sucede, la magnitud de lo que draga su salud y la terapéutica a seguir.
Se somete presuroso a variopintas pruebas de laboratorio, exámenes y palpamientos; aparecen por doquier las agujas, los cuestionarios, los más dispares aparatos futuristas que miden, rastrean y prospectan.
A todo se somete el desesperado que busca retornar a la salud, imaginando que alguna vez no tuvo nada.
Un sentimiento metafísico difícil de conciliar. Haber sido y ya no ser un cuerpo que hasta hace poco creía poseer cierto grado de invulnerabilidad; como en la explosión de vida de la juventud temprana, cuando se jura inmortal y se acometen las empresas y los actos más temerarios y pueriles.
Al franquear esa etapa suele conservarse algo de ese ethos inmortal, pero ahora diluido y tamizado por la creencia generalizada de que el mal –esa matriz de donde creemos ver nacer el dolor, la violencia, las enfermedades y la muerte- es algo que esta fuera de nosotros, percances que le suceden siempre a los otros, nunca a uno.
Acaso esa impermeabilidad sea falsa pero es sin duda conveniente: permite la noción de cierta perpetuidad, que se alcanza cuando se está saludable, aún sin saberlo, pues sólo se está sano en retrospectiva, o cuando se vive el amor o la aventura.
Este alejamiento del mal, del dolor, de la enfermedad y de la muerte, posibilita vivir entonces en el puro presente y hace olvidar por completo el pasado y el porvenir.
En cambio, nada hace fatigar tanto el pasado e inquirir sobre el futuro como saberse y sentirse enfermo; entonces en las noches de duermevela el que padece suele rememorar hasta los acontecimientos más simples y que en su momento seguro que pasaron desapercibidos, todo en un afán por exprimir las mayores gotas de vida que una vez protagonizó.
Gambusino del pasado, el enfermo siente que saca entonces pepitas y motivos para la satisfacción, se regodea mentalmente procurando en el regreso volverse a sentir pleno, cuando no se adolecía de nada; sin importar que eso sea una pura ilusión ya que, lo sabemos, no hay vida sin dolencia, aceptando que el ensueño alivia temporalmente y que la memoria suele ser porosa.
Este registro memorioso del tiempo pasado, de antes de la enfermedad suele, empero, hacer aparecer sin remedio su inevitable contracara: el futuro. Y el si el mal que aqueja es menor, si se sabe que con antibióticos, caldos y reposo la revuelta pasará, entonces el futuro es bueno y la enfermedad apenas un lapsus en la normalidad que prosigue.
En cambio, el futuro no suele ser tan apacible como el pasado para quien enfrenta una enfermedad mayor, como un cáncer o una enfermedad degenerativa; porque entonces el rostro del futuro es de la contrariedad, el de la mayor incertidumbre.
Nada espanta tanto al enfermo como el sentirse vulnerable, como la sensación de que la ciencia medica ofrece sólo un puñado de opciones degradadas. Que al arco del futuro se mira corto y que la inmovilidad y la muerte sean lo único previsible.
Este desamparo, en el fondo y en la superficie tan falso y fútil como la supuesta inmortalidad del adolescente, es quizá una de las más humanas maneras de ser humano: esa prevaricación por persistir, por seguir siempre vivos, cuando el mundo que nos rodea nos enseña todos los días la precaria temporalidad de la vida.
Sucede aquí una vuelta de tuerca a lo que de metafísico tenemos: si la enfermedad nos arroja a la playa insomne de que apenas somos un cuerpo que crepita en la enfermedad, también nos revela otra convicción más sutil, pero también más poderosa, la de que somos algo más que un cuerpo.
Un vuelta a la espiritualidad, si queremos llamarlo así, o al sentimiento religioso o a Dios. No por miedo o mera cobardía, sino producto de contemplar el abismo y saber que algo hay en el fondo, más que oscuridad, que resuella, brilla y comienza a ofrecer consuelo.
No sé si experiencias similares pasen quienes como el que escribe enfrentan alguna enfermedad mayor o menor. En mí experiencia, acaso además de por transitar ya para los cuarenta años, por la intemperie ideológica, por la necesidad de mayores y más confiables asideros, porque acaso somos finalmente pobres animales simbólicos o por el retorno pertinente a las verdades que iluminaron mi infancia, me encuentro que nada sirve tanto como volver a creer y a confiar en Dios.
Luego seguimos con el tema, que da para mucho y que incluye lo mismo la cara dura y deshumanizada de algunos médicos que niegan a sus pacientes lo más preciado que es la esperanza, que el acogimiento de la medicina alternativa.
Comentarios: amaralmartin@hotmail.com